La llamada universal a la santidad en el estatuto jurídico del fiel cristiano

 

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Publicado en «Ius Canonicum» 42 (2002), pp. 491-512.
 
  1.  La llamada universal a la santidad

Para enfocar debidamente la llamada universal a la santidad dentro del estatuto jurídico del fiel cristiano, es preciso -así lo exige el realismo jurídico1– comenzar con unas pinceladas, necesariamente rápidas, que enmarquen la res ipsa, es decir la llamada universal a la santidad, ya que de ella dimanan los derechos y obligaciones fundamentales de todos los miembros de la Iglesia a los que nos referiremos en esta exposición.

  1.  La santidad

La santidad es obra de la gracia y consiste esencialmente en una plena identificación con Cristo con una docilidad total a la acción del Espíritu Santo. Con referencia a la relación íntima y vital de Jesucristo con quienes han sido regenerados por el bautismo, San Pablo afirma de manera clara y tajante respecto de sí mismo: «No soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí»2, palabras que pueden igualmente aplicarse a todo bautizado3.

Por el bautismo, el cristiano queda constituido hijo de Dios en Jesucristo, su Hijo Unigénito, es decir hijo en el Hijo, como se expresa Juan Pablo II4. Así pues es santo -o, mejor, tiende a la santidad como meta- quien trata en todo momento de ajustarse fielmente al proyecto que Dios ha establecido para él y, en su conducta, responde con generosidad a los impulsos de la gracia abandonándose filialmente en las manos de Dios Padre hasta llegar a hacerse no ya alter Christus, sino -con expresión audaz y a la vez precisa, frecuente en la enseñanza de San Josemaría Escrivá- ipse Christus5. En la Encíclica sobre el Espíritu Santo, el Papa sintetiza así este itinerario, al que está llamado todo cristiano: «Al Padre – en el Hijo – por el Espíritu Santo»6.

Esta llamada universal a la identificación con Jesucristo se particulariza en el proyecto trazado por Dios para cada persona. Sin entrar en más detalles, podemos afirmar que -junto con la posibilidad de una vocación al sacerdocio o al estado religioso- para la gran mayoría de los cristianos ese proyecto se concreta no en asumir una nueva condición jurídica eclesial, sino en buscar a Dios en el fiel cumplimiento diario del trabajo profesional y de los deberes familiares y sociales propios del estado de cada uno7.

  1.  Universalidad de la llamada

La santidad como meta de todos, ha sido considerada por Pablo VI como «la característica más peculiar y la finalidad última del magisterio conciliar»8, y asimismo por Juan Pablo II: «el Concilio Vaticano II ha dedicado palabras luminosas a la llamada universal a la santidad. Bien puede decirse que es ésta la consigna primaria entregada a la Iglesia por un Concilio celebrado para fomentar la renovación evangélica de la vida cristiana»9.

Esta misma santidad ha sido propuesta por Juan Pablo II como programa para toda la Iglesia durante el Tercer Milenio10.

La nota de universalidad tiene en este caso dos acepciones necesariamente complementarias: a) en primer lugar, se dirige a todos, sin excepción, es decir a todos los fieles de la Iglesia y, en definitiva, a todos los hombres, pues todos están llamados a pertenecer a la Iglesia11; y esta llamada se refiere a la santidad en su sentido más radical y pleno, no a una versión rebajada; b) en segundo lugar, el hecho de que la llamada a la santidad sea universal significa que comprende la totalidad de las situaciones nobles en las cuales puede encontrarse un hombre o una mujer sobre la tierra, cualquiera que sea su estado y condición12.

  1.  Llamada a la santidad en la Iglesia

«Plugo a Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin ningún vínculo entre ellos, sino que quiso hacer de ellos un pueblo que le reconociese en la verdad y le sirviese santamente»13. A la vez que supone la respuesta libre y personal a la gracia, la santidad no se fragua en una relación con Dios oculta en lo más íntimo de la conciencia de cada uno, sino que se alcanza -se lucha por alcanzarla- formando parte de una communio, como miembros vivos de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo y pueblo de Dios14.

Subrayamos aquí algunos rasgos, que habremos de tener presentes a la hora de especificar los derechos y deberes de todo fiel en relación con la santidad:

1. En el pueblo de Dios es común la dignidad de todos sus miembros, todos pertenecen en igual medida a la Iglesia y no hay, por tanto, cristianos de segunda categoría: la llamada a la santidad es una y la misma para todos, pues tiene por objeto la plenitud de la caridad15.

2. Si la santidad consiste en la identificación con Jesucristo, no se ha de olvidar -con palabras de San Josemaría Escrivá- que «no es posible separar en Cristo su ser de Dios Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1 Tim 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres»16. Esta identificación con Jesucristo -Dios Hombre y, a la vez, Redentor- no es cuestión privada de cada uno, sino que ha de verterse también en los demás. Por eso, el Concilio Vaticano II afirma de manera lapidaria que «la vocación cristiana es también, por su misma naturaleza, vocación al apostolado»17.

3. El pleno derecho de ciudadanía de todos los fieles en el pueblo de Dios lleva consigo necesariamente que todos, asimismo, sean partícipes de su misión. Cito también aquí la Const. Lumen gentium: «Bien saben los sagrados pastores que no han sido instituidos por Cristo para que asuman exclusivamente sobre sí la misión de la Iglesia respecto al mundo, sino que su función importantísima es apacentar a los fieles, reconociendo sus servicios y carismas, de manera tal que todos -cada uno según el modo que le corresponde- cooperen de manera unánime en la tarea común»18. Parece oportuno subrayar que el verbo “cooperar” (de manera unánime en la tarea común) debe entenderse aquí en el sentido más exacto del texto latino, que es el único oficial: cooperari no significa prestar una ayuda como desde fuera, sino realizar juntamente con otros algo que es quehacer de todos19.

  1.  ¿Verdad evidente?

Hace ya unos años, concretamente en septiembre de 1985, me permití insinuar durante un Simposio celebrado en esta Universidad20 que quizá el Concilio Vaticano II había pecado de optimismo excesivo cuando afirmó que «es para todos evidente que todos los fieles, cualquiera que sea su estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»21, es decir, a la santidad. Optimismo excesivo, porque ¿respondía a la realidad de entonces decir que es evidente para todos los cristianos su llamada no a una vida de horizontes estrechos con algunos retoques de piedad, sino a la santidad con todas las letras?

En una primera aproximación que se contrarresta enseguida por la virtud de la esperanza, también hoy, transcurridos 37 años desde la conclusión del Vaticano II, comprobamos que, al menos en su aspecto práctico y operativo, esa verdad no parece ser patrimonio de la humanidad y evidente para todos. En la exposición que sigue volveremos a esta comprobación, puesto que informa decisivamente el contenido concreto de los derechos y obligaciones de los que trataremos.

  1.  La juridicidad en la llamada universal a la santidad

Cabe hablar de derecho, o de derechos y deberes de contenido jurídico, sólo en aquellos casos en los que alguien pueda reclamar algo como suyo, como algo que se le debe por justicia, de manera que surja en los demás el deber correlativo de respetar ese derecho22. Las relaciones de justicia presuponen la nota de alteridad o intersubjetividad, es decir, la existencia al menos de dos sujetos iguales entre sí, personas humanas, una de las cuales posee un título en virtud del cual algo es suyo, mientras que la otra ha de respetarlo.

Así las cosas, hemos de afirmar que, en las relaciones entre el hombre y Dios, no hay igualdad entre los sujetos, ni puede el hombre reclamar a Dios algo como debido a sí mismo en justicia. Si la santidad es obra de la gracia, don gratuito de Dios, ¿qué título puede aducir el hombre para alegar un derecho? ¿En qué sentido se puede hablar de un estatuto jurídico del fiel, es decir de un conjunto de derechos y deberes con relación a la gracia?

  1.  La dimensión jurídica de la Iglesia

Corresponde a Klaus Mörsdorf el mérito de haber experimentado como un aguijón y de haber recogido el desafío planteado por el evangélico Rudolf Sohm, quien sostuvo que el derecho de la Iglesia contradice a la esencia de la Iglesia, y escribió también que la esencia del catolicismo se apoya sobre la afirmación del orden jurídico como algo necesario para la Iglesia23. Desde otra perspectiva, expresando el pensamiento madurado a través del diálogo mantenido a lo largo de muchos años con Pedro Lombardía, también Javier Hervada ha contribuido de manera notable a la fundamentación del derecho en la Iglesia24.

Si es verdad que el hombre no puede exhibir ante Dios ningún título que le haga acreedor de la gracia, no es menos cierto que Dios no sólo la otorga gratuitamente, sino que, además de distribuir sus dones a cada uno según su voluntad25, ha querido también servirse de la mediación de la Iglesia para que la gracia llegue hasta nosotros. En la medida en que la distribución de los bienes salvíficos ha sido encomendada a la Iglesia, surgen relaciones de alteridad entre personas humanas, y esas relaciones contienen derechos y deberes, con una clara dimensión de justicia. No sólo eso: podemos afirmar que la dimensión jurídica -intrínseca a la Iglesia y fundamentada en su mismo ser; no mero reglamento para un orden exterior- hunde sus raíces en esos bienes salvíficos, concretamente en la palabra de Dios, en los sacramentos y en el hecho de que la Iglesia haya sido instituida como communio estructurada jerárquicamente en un orden de libertad o, en otras palabras, en la tríade tradicional de los vínculos mediante los cuales el fiel se une al cuerpo visible de la Iglesia: la profesión de la fe, los sacramentos y el régimen eclesiástico y la comunión26. Describiré a grandes rasgos los aspectos jurídicos inherentes a los bienes citados, que se desarrollarán con más detalle en la sección siguiente de esta exposición.

  1.  La palabra de Dios

Dios ha querido manifestarse a nosotros, pero su Revelación o palabra no es objeto de libre interpretación por cada uno de los fieles, sino que ha sido confiada a la Iglesia. Esta mediación tiene, por tanto, un carácter necesario: nadie puede llegar a la palabra de Dios auténtica si no es en y a través de la Iglesia. De este hecho -de que la transmisión del Depósito de la Revelación, de por sí don gratuito, haya sido confiada a la Iglesia- surgen una serie de relaciones que tienen por sujeto a todos los fieles y adquieren matices específicos en aquellos que han recibido la función de ejercer el magisterio sagrado. En estas relaciones descubrimos fácilmente las notas de alteridad y de algo que es debido a otros, que es precisamente lo característico del derecho. Podemos así afirmar que la entrega de la palabra de Dios a la Iglesia contiene intrínsecamente unos aspectos que constituyen parte integrante de la dimensión jurídica del pueblo de Dios27. Carlos José Errázuriz ha estructurado una obra dedicada a este tema distinguiendo metodológicamente, sin pretensiones de exhaustividad, cuatro funciones que engloban a las demás: la recepción, la conservación, la profundización y la difusión de la palabra de Dios28.

  1.  Los Sacramentos

Llegamos a idénticas conclusiones si tenemos en cuenta que los Sacramentos no son meros símbolos de la gracia, sino que la producen ex opere operato29. En efecto, los Sacramentos no son un rito propiciatorio al que la gracia esté vinculada únicamente en la medida de las disposiciones del que lo recibe, sino que han sido entregados por Dios a la Iglesia como cauce eficaz de la gracia. Comprobamos así que también los Sacramentos contribuyen a estructurar jurídicamente a la Iglesia, en cuanto que son fuente de relaciones intersubjetivas de justicia, es decir de derechos y deberes: derecho a recibir los Sacramentos de quien está debidamente dispuesto, deber de administrarlos, etc.

  1.  La “communio” estructurada jerárquicamente en un orden de libertad

Ya hemos mencionado que la existencia cristiana se realiza en una communio unida por vínculos orgánicos de igualdad y solidaridad30. Damos ahora un paso más: por disposición divina, esa communio está estructurada jerárquicamente en un orden de libertad. Indico a continuación algunos rasgos, en los que trataré de evidenciar su dimensión jurídica.

1. Enunciando primero la oración principal y luego la subordinada, podemos leer así una frase del n. 10 de la Constitución Lumen gentium: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están mutuamente ordenados uno a otro, aunque difieran esencialmente y no sólo (o no ya) en grado»31. Se pone así en resalte la radical unidad e igualdad de todos los miembros del pueblo de Dios, en el que el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se exigen mutuamente y no tendrían razón de ser el uno sin el otro.

2. La Jerarquía instituida por Jesucristo en la Iglesia, junto con el munus docendi et sanctificandi, está también dotada del munus regendi32. Es éste, quizá, el aspecto en el que se manifiesta con mayor evidencia el elemento humano de la Iglesia, pero disminuir su importancia o relegarlo a un segundo plano llevaría consigo el rechazo de la lex incarnationis. Por eso, la Constitución Lumen gentium recuerda que los Obispos gobiernan la porción del pueblo de Dios confiada a su cuidado como vicarios de Cristo y en nombre suyo33, y tienen el deber de tutelar y promover la unidad no sólo de la fe, sino también de la disciplina común a toda la Iglesia34. Ha de tenerse en cuenta que a este deber de los Pastores corresponde el derecho correlativo de los demás fieles, puesto que «no podemos olvidar que los fieles tienen derecho a ser bien gobernados por quienes, a su vez, tienen el derecho de ser bien obedecidos»35.

3. Los sagrados Pastores del pueblo de Dios han recibido la potestad para ejercerla en servicio de la verdad y de sus hermanos36: deben, pues, ejercerla, ya que lo contrario entrañaría incumplimiento de algo debido en justicia. Y deben ejercerla en servicio de la verdad y de sus hermanos37. Este servicio no se reduce -aunque ha de incluirla- a una disposición ascética personal que mueva a servir. El servicio consiste precisamente en ejercer rectamente la potestad, con caridad y a la vez con fortaleza. Esta característica de ser un servicio indica la medida exacta en que debe ejercerse la potestad.

4. La communio eclesiástica está estructurada jerárquicamente en un orden de libertad. Al referirme a la libertad, doy por supuesto que la potestad de los Pastores no puede ejercerse arbitrariamente o con abuso de poder y que debe reconocerse el legítimo ámbito de autonomía de todos los fieles en la Iglesia y en su actuación en las realidades temporales38. Aquí deseo subrayar que la libertad es uno de los pilares sobre los que se apoya esa communio. Preciso que, en adelante, presupongo la libertad como característica de toda la actuación de un hijo de Dios -también del cumplimiento de lo que debe en justicia-39 y me referiré en concreto a lo que se elige espontáneamente sin estar obligado a hacerlo. En efecto, nos quedaríamos muy cortos si considerásemos suficiente el cumplimiento de los deberes de estricta justicia. Tratando de la cuestión en sus términos generales, San Josemaría Escrivá afirma en una de sus homilías: «Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. […] La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber; se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo…; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Gal 6, 2). Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús. […] No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio»40. Retomando el hilo de nuestras reflexiones, podemos decir que sería de horizontes muy estrechos la participación activa en la vida de la Iglesia de quien se limitase a cumplir sus deberes de justicia.

  1.  ¿Maximalismo o minimalismo del ordenamiento canónico?

Sería fácil objetar que he traspasado los límites del tema, al mezclar las relaciones de justicia con aquello que, por provenir del ejercicio de la libertad, va por su misma definición más allá de lo debido en justicia. Desde luego no pretendo afirmar que lo que es fruto de la libertad se convierta en algo debido por justicia en la comunión eclesial. Sin embargo, esto no agota la cuestión, porque hay otro punto de vista que es el que me interesa destacar aquí: si la llamada universal a la santidad tiene como meta la plenitud de la caridad, la acción de la Iglesia para fomentar la respuesta a esa llamada -y aquí sí podemos hablar de algo debido- no puede contentarse con un planteamiento minimalista, con incitar a todos los fieles a cumplir aquello a lo que están obligados, aunque éste sea un punto de partida necesario, sino que ha de apuntar mucho más alto: ha de poner ante los ojos de cada uno, sin paliativos, la meta a la que está llamado; ha de ayudarle a descubrir cuál es el proyecto concreto que Dios ha previsto para su vida, también en su ineludible proyección hacia el apostolado; y ha de poner a su alcance los medios para llegar a la meta. Esta perspectiva proporciona el criterio exacto para precisar y medir los deberes de justicia de la Iglesia para con todos y cada uno de sus miembros.

Enseña el Santo Padre Juan Pablo II: «Si el bautismo es la puerta de entrada en la santidad de Dios mediante la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse de una vida mediocre, bajo los auspicios de una ética minimalista y de una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno: “¿Deseas recibir el Bautismo?” equivale a decirle: “¿Quieres llegar a ser santo?”. Significa mostrarle el camino del radicalismo del sermón de la montaña: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48)»41.

La respuesta del fiel cristiano a la llamada universal a la santidad quedaría raquítica si se redujera a lo estrictamente debido en justicia. En efecto, no ir más allá de lo preceptuado equivaldría a la ética minimalista mencionada en el texto del Santo Padre que acabamos de leer. Hemos afirmado asimismo que la llamada a la santidad exige de cada uno, ante todo, el cumplimiento de sus deberes de justicia, pero pide además que se rebasen abundantemente esos límites, poniendo en ejercicio una iniciativa que es fruto de la libertad. Si esto es así, podría parecer evidente que el Derecho es minimalista por su misma naturaleza: es decir, que no puede ir más allá de la imposición de aquel mínimo indispensable que cada uno tiene el deber de cumplir42. Por eso, parece lógico plantearse la siguiente cuestión: ¿está el ordenamiento jurídico de la Iglesia en consonancia con ese nivel maximalista o lo suyo es sólo la medida mínima, que habrá de colmarse por otros medios si se desea apuntar más alto?

Sería verdaderamente decepcionante para el canonista ver reducida su ciencia a una función exclusivamente burocrática desprovista de alma, es decir al estudio de lo mandado y de lo prohibido, consistiendo su tarea en precisar cuidadosamente los límites dentro de los que se circunscribe esa exigencia o prohibición. La distancia entre esa presunta ciencia y la communio de la Iglesia sería abismal.

Para resolver el aparente dilema, hemos de referirnos al ordenamiento canónico considerado como una unidad. En efecto, es cierto que cada uno de los cánones del Código, analizado aisladamente, establece con parsimonia derechos u obligaciones cuidadosamente circunscritos: de ahí la apariencia de minimalismo. Sin embargo, hemos de afirmar que el Derecho canónico, entendido en su globalidad, está informado por la finalidad de la Iglesia, que es la salus animarum, el alcance de la meta de la santidad por cada uno de sus miembros; y que responde adecuadamente a esa finalidad43. El Derecho canónico no es minimalista, sino que está en perfecta sintonía con la vida del pueblo de Dios en esta tierra y con el destino de todos a la plenitud de la caridad.

Hemos llegado así a una conclusión: en la Iglesia hay una dimensión jurídica intrínseca porque se le han confiado la palabra de Dios y los Sacramentos, quedando constituida como pueblo jerárquicamente estructurado en un orden de libertad. Estos pilares fundamentales del Derecho en la Iglesia se desarrollan a su vez en otros preceptos del Derecho divino natural o positivo o del Derecho positivo humano legítimamente establecido, que constituyen lo que podemos llamar Derecho canónico en sentido normativo. A partir de estas bases podemos pasar a la determinación de las consecuencias de la llamada universal a la santidad en el estatuto jurídico del fiel cristiano.

  1.  El estatuto jurídico del fiel

Es fiel, o christifidelis, todo miembro del pueblo de Dios, independientemente de su condición jurídica personal en la Iglesia (clérigo, laico o religioso)44.

Por estatuto jurídico del fiel entiendo aquí el conjunto de derechos y obligaciones que competen al fiel por el hecho de serlo.

Las líneas generales de ese estatuto se encuentran descritas en el título De omnium christifidelium obligationibus et iuribus del Libro II del CIC45. Hemos de precisar, sin embargo, que ese título quedaría vacío de contenido si no se pusiera en relación con la totalidad del ordenamiento canónico. Expondré a continuación algunas reflexiones sobre su contenido fundamental y sobre la llamada universal a la santidad como principio informador del mismo.

  1.  Contenido fundamental del estatuto jurídico del fiel

Los cánones encabezados por el título «De las obligaciones y derechos de todos los fieles», es decir aquellos que contienen el estatuto jurídico del fiel, comienzan con la afirmación de la igualdad de todos los miembros de la Iglesia en cuanto a la dignidad y acción para edificar el Cuerpo de Cristo, de su deber de permanecer en la comunión y de vivir una vida santa, así como de contribuir al incremento de la Iglesia y a difundir el mensaje de salvación46.

Siguen inmediatamente los cánones que se refieren a derechos y deberes concretos, entre los que debemos resaltar los que atañen a la palabra de Dios y a los sacramentos, que son los pilares que sustentan la dimensión jurídica de la Iglesia. Leemos en el can. 213: «Los fieles tienen derecho a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos»47. Expongo a continuación, de manera sucinta y en sus líneas generales, sin detenerme en citar las fuentes, algunas puntualizaciones sobre este texto:

a) Afirma, en primer lugar, que todos los fieles tienen ese derecho, pero precisa a su vez el sujeto sobre el que recae la obligación correlativa: los sagrados Pastores.

b) Objeto de ese derecho son los bienes espirituales de la Iglesia en su totalidad, con especial referencia a la palabra de Dios y los sacramentos.

  1.  La palabra de Dios

Jesucristo encomendó a la Iglesia el depósito de la fe para que «custodiase santamente la verdad revelada, profundizase en ella y la anunciase y expusiese fielmente»48. Por eso, el can. 386 del CIC especifica que el Obispo diocesano tiene el deber de enseñar y predicar a los fieles las verdades que han de creerse y vivirse, y hacer que se cumplan las prescripciones de la Iglesia sobre la predicación y la enseñanza del catecismo «de manera que a todos se enseñe la totalidad de la doctrina cristiana»; además, ha de defender con fortaleza, de la manera más conveniente, la integridad y unidad de la fe.

Toda la Iglesia tiene, pues, el deber -que recae en buena parte sobre los Pastores- no sólo de custodiar la palabra de Dios y profundizar en ella, sino también de anunciarla y exponerla fielmente en toda su integridad49. Me parece necesario resaltar en este momento que exponerla en toda su integridad está relacionado inseparablemente con la prioridad que el Papa ha propuesto en el programa pastoral para el milenio que acabamos de inaugurar: difundir la llamada universal a la santidad y promoverla por todos los medios. Si es cierto que todos los fieles tienen derecho a que se les exponga la palabra de Dios en su totalidad, esto quiere decir que pecaría por defecto la pastoral que se contentase con proponer una versión reducida de las verdades que han de creerse y de sus exigencias en la conducta de cada uno50. He recordado al comienzo de la presente exposición que el Concilio Vaticano II afirmó sin ambages que la llamada universal a la santidad es una verdad evidente para todos los miembros del pueblo de Dios, sin excepción. La comprobación de que, no obstante su evidencia, son pocos aquellos en quienes ha calado, es un aldabonazo para que toda la Iglesia se plantee la necesidad de elevar el punto de mira en la pastoral. Remacho aquí que el derecho de los fieles a recibir la palabra de Dios no se respetaría suficientemente si se dejara en penumbra o no se hiciera resaltar suficientemente esta verdad capital o quedase reducida a un enunciado abstracto sin detallar a la vez los medios para ponerla en práctica en las circunstancias diarias de cada uno, es decir en la vida familiar, profesional y social51. Sin olvidar que la común participación de todos en la misión de la Iglesia lleva consigo necesariamente el apostolado.

Difundir esta doctrina quiere decir predicarla abundantemente y de manera concreta, enseñarla en la explicación del catecismo en todos los niveles y en la administración de los sacramentos -pienso, sobre todo, en esa ocasión privilegiada que es la función de pastor y de médico desempeñada por el sacerdote en el sacramento de la Penitencia-; y deben también proporcionarse a los fieles los medios adecuados para su formación espiritual, doctrinal y apostólica, como se detalla en el capítulo VI del Decreto Apostolicam actuositatem.

  1.  Los sacramentos

El derecho de los fieles a recibir los sacramentos lleva consigo, ante todo, que no puede negarse su recepción a quien los pide razonablemente. Ya aquí podríamos detenernos a considerar ciertos casos en los que ese supuesto no parece suficientemente respetado en la práctica: piénsese, por ejemplo, en el retraso inmotivado del bautismo, que debe administrarse “intra priores hebdomadas”52; o en los inconvenientes que derivan de no facilitar la confesión sacramental de los fieles, provocándose en ocasiones un abuso de las absoluciones colectivas53; o en las trabas que pueden ponerse a la asistencia al matrimonio -y, por tanto, al derecho a contraerlo- de quienes cumplen los requisitos mínimos para celebrarlo.

Sin embargo, ese derecho de los fieles va mucho más lejos, porque comprende la exigencia de que la estructura pastoral de la Iglesia procure organizarse del modo que mejor pueda responder a ese derecho en el presente y en las circunstancias en las que vivimos. Sigo adelante, aunque volveré sobre este punto.

  1.  Comunión estructurada jerárquicamente en un orden de libertad

Del hecho de que en la comunión de la Iglesia todos sus miembros participan por igual en su vida y en su misión, aunque con funciones distintas, y que todos están llamados a la santidad y al apostolado, se desprende que la actividad de los sagrados Pastores ha de estar justamente calibrada de acuerdo con esta condición de todos los fieles. Se deduce de ahí que el deber de los Pastores de gobernar bien -de servir gobernando- no es sino el reverso de un derecho de los fieles a ser conducidos por el camino que les lleve hasta la meta a la que Dios mismo les ha destinado, de manera que haya una justa exigencia en lo que se refiere a la observancia de aquello que está mandado o prohibido y se estimule a la vez la libertad en su respuesta a los planes de Dios.

He apuntado hace un momento que el juego de derechos y deberes en el ámbito de la communio exige que la pastoral de la Iglesia responda de la manera más adecuada que sea posible a las necesidades concretas de los fieles. No pretendo idealizar, sino sugerir algunas reflexiones en el hic et nunc en el que estamos viviendo.

Tomo como punto de partida un discurso de Juan Pablo II al Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes. Afirma el Papa: «Si la organización pastoral ordinaria no consigue de hecho llegar a los numerosos grupos comprendidos dentro del fenómeno de la emigración, su derecho a la evangelización y a una vida cristiana normal habrá de encontrar una respuesta adecuada en la medida de lo posible mediante iniciativas específicas y estructuras apropiadas, que se adapten a las personas y a las circunstancias. Una vez más hemos de recordar que la salvación de las almas es siempre el criterio supremo de toda posible organización. Salus animarum suprema lex»54.

Con referencia a un supuesto concreto, que puede y debe extenderse a la generalidad de los casos y nunca ha de perder de vista la llamada universal a la santidad, el Santo Padre parte del derecho de esos fieles (o de esas personas) a la evangelización y a una vida cristiana normal (y por vida cristiana normal debe entenderse la de quienes son conscientes de su llamada a la santidad y procuran ajustar a ella su conducta). De ahí deduce la necesidad de una respuesta a ese derecho mediante iniciativas y estructuras pastorales que se adapten a las personas y circunstancias. Todo eso en correspondencia con un principio supremo: la salus animarum55.

Cuando, en estos momentos, estamos persuadidos de que los compartimentos estancos esterilizan la ciencia y sentimos la necesidad de aunar esfuerzos en una tarea común e interdisciplinar, las palabras del Papa que acabo de citar son estímulo para una reflexión y para un trabajo conjunto al que están llamados a participar no sólo los canonistas, sino también quienes cultivan otras ramas del saber eclesiástico o de las ciencias humanas más directamente relacionadas con nuestro tema.

Y me parece imprescindible subrayar que esa tarea ha de tener como punto de mira último la suprema lex de la salus animarum, entendida en su sentido auténtico, es decir de la llamada de todos a la santidad.

No debo sobrepasar los límites de tiempo previstos para esta exposición. Me limitaré a mencionar un solo aspecto de la organización pastoral que exige en estos momentos una profundización eclesiológica y canónica a la luz de las necesidades pastorales: me refiero al recelo que parece advertirse ante las entidades jerárquicas de carácter personal, no obstante que éstas hayan sido preconizadas por el Concilio Vaticano II56. Es sabido que ha encontrado dificultades su aplicación para la asistencia pastoral de emigrantes o de distintos grupos étnicos o para proveer a otras necesidades pastorales de los fieles57. ¿Cuáles son esas dificultades? Me parece que sobre esta cuestión campea el temor de un conflicto de jurisdicciones y la necesidad de respetar los derechos de cada Obispo en su diócesis. Ahora bien, si consideramos la experiencia de la vida de las Iglesia en tiempos recientes, parece evidente que ese miedo carece de fundamento. Es innegable que esos derechos deben respetarse y que no hacerlo constituiría un atentado contra la unidad; por eso, el sistema normal de delimitar las circunscripciones en la Iglesia es el territorial y nada parece indicar que haya de ser substituido en el futuro por un criterio distinto. Sin embargo, ¿es una modalidad humana, quizá la más razonable con carácter general, de determinar la pertenencia de los fieles a sus diócesis respectivas, o entraña una exigencia enraizada en el derecho divino e incompatible con la existencia de otras jurisdicciones sobre los mismos fieles? ¿Una eclesiología de comunión ha de seguir anclada en los mismos criterios que inspiraron en el s. XVI el planteamiento y la solución de las controversias sobre la exención? ¿Qué consecuencias llevan consigo las corrientes migratorias periódicas o de carácter permanente, o los cambios en la noción misma de domicilio que lleva consigo el paso de una sociedad firmemente afincada en un lugar a las circunstancias de hoy, que han llevado a acuñar el nombre de ciudades-dormitorio?58. ¿Hay fieles que, para su bien propio y de toda la Iglesia, necesitan una peculiar atención pastoral?

Para dar una respuesta a las preguntas que acabo de formular, considero necesario tener presente que la salus animarum es el principio informador y criterio hermenéutico fundamental de la estructuración de la Iglesia y, por tanto, de su ordenamiento jurídico; y, a la vez, que la vida de la Iglesia es un locus theologicus. Nunca se ha perder de vista que la acción vivificadora del Espíritu Santo a lo largo de los tiempos no queda circunscrita dentro de moldes rígidos elaborados por juristas o eclesiólogos. Al contrario, esa acción rebasa abundantemente cualquier esquema, como puede apreciarse, por ejemplo, en la existencia a lo largo de siglos de circunscripciones eclesiásticas encomendadas a un presbítero o en la organización de las Iglesias orientales católicas 59.

Me parece que una parte importante del estudio conjunto e interdisciplinar al que me he referido llevará al canonista a dar el valor debido a la letra de las leyes positivas, procediendo siempre a su interpretación y aplicación partiendo de la vida, de la salus animarum y de la llamada universal a la santidad; y no al revés. Y moverá también al eclesiólogo a revisar su esquema sobre las iglesias particulares -consideradas por algunos como el único elemento posible, junto con la Iglesia universal, en la estructuración jerárquica del pueblo de Dios-, distinguiendo cuidadosamente lo que hay en ellas de derecho divino y lo que es fruto de una especulación laudable, pero siempre sometida a revisión en aras de la salus animarum. Me refiero aquí especialmente a la exigencia de unos criterios calificados como objetivos para determinar la pertenencia de un fiel a una iglesia particular, coartando la posibilidad de una adhesión o elección voluntaria, que sea expresión de la libertad y no dañe en modo alguno la unidad60. Considero también importante un replanteamiento de los criterios acerca de la posible existencia de dos o más jurisdicciones sobre la misma persona61, huyendo de temores infundados, que parecen suscitar todavía hoy la imagen del monstruo con dos cabezas (que queda en pura metáfora si se aísla de las circunstancias históricas en las que la formuló el Concilio Lateranense IV, del año 1215), o frases que han venido a caer en el tópico, como es el fantasma de una iglesia “elitaria”. Asimismo debe considerarse la perfecta congruencia de que la Iglesia cree en su organización y estructura jerárquica entidades pastorales para una actividad pastoral peculiar que no comprenda la totalidad de la cura de almas62.

  1.  Conclusiones

He enunciado un problema, que debe resolverse a la luz del desafío que plantea el hecho de que Juan Pablo II haya propuesto la santidad como objetivo prioritario de la pastoral en el tercer milenio. He tratado de mostrar también cómo el Derecho canónico está radicalmente inspirado por la llamada universal a la santidad y constituye un marco adecuado para quienes se esfuerzan por alcanzarla.

En el ámbito en el que se encuadra la presente exposición, me parece que algunos pasos que han de darse son los siguientes:

1. Corresponde a un derecho de los fieles que se fomente en la Iglesia, a todos los niveles, la conciencia de la llamada universal a la santidad.

2. Dentro de lo establecido por el Derecho divino, la organización eclesiástica debe responder al derecho de los fieles a gozar de una asistencia pastoral que les facilite, en lo posible, una vida cristiana normal, es decir, que apunte a la santidad.

Termino con unas palabras de Pedro Lombardía que, escritas hace más de veinticinco años, conservan sin embargo toda su actualidad: «La búsqueda de la congruencia entre ius divinum y ius humanum, tan característica del Derecho Canónico más clásico, al mismo tiempo que dota a las normas de la jerarquía eclesiástica de una especialísima autoridad, que la hace participar de alguna manera de ese acatamiento que la criatura debe a su Creador, provoca una actitud de libertad ante la norma humana, que excluye excesivas concesiones al absolutismo legal». Y añade más adelante: «Si bien el principal objetivo del ordenamiento canónico es conseguir una formalización que impulse la vigencia histórica, en la Iglesia peregrina, de las exigencias del ius divinum, puede ser una gran injusticia -algo así como una idolatría jurídica- hacer pasar como exigencia divina el bagaje técnico utilizado para su formalización»63.

1 Deseo unirme al homenaje a Javier Hervada, profesor de esta Universidad de Navarra, que dentro de unos días recibirá el doctorado honoris causa en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma. La abundante producción científica del prof. Hervada ha contribuido de manera decisiva a recuperar para el Derecho Canónico la perspectiva del derecho como ipsa res iusta. Para una síntesis de su pensamiento cfr. J. Hervada, Introduzione critica al diritto naturale, ed. A. Giuffrè, Milano 1990. Vid. también J.-P. Schouppe, Le réalisme juridique, Story-Scientia, Bruxelles 1987; C. J. Errázuriz M., Il diritto e la giustizia nella Chiesa. Per una teoria fondamentale del diritto canonico, ed. A. Giuffrè, Milano 2000.

2 Gal 2, 20.

3 Cfr. 2 Cor 13, 5; Col 3, 4. Vid. J. Saraiva Martins, Una Chiesa santa e madre di santi, en La Chiesa all’alba del Terzo Millennio. Riflessioni teologico-pastorali, Editrice Vaticana 2001, pp. 74-88.

4 Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. postsinodal Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 11.

5 Cfr. A. Aranda, Il cristiano “alter Christus, ipse Christus”, en «Santità e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá», Editrice Vaticana 1994, pp. 101-147, con abundantes referencias a los escritos de S. Josemaría.

6 Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, n. 32.

7 Sobre el significado de la canonización de un Santo, cfr. J. L. Gutiérrez, La proclamazione della santità nella Chiesa, en «Ius Ecclesiae» 12 (2000), pp. 493-529.

8 Cfr. Pablo VI, Motu pr. Sanctitas clarior, 19-III-1969, introd.: AAS 61 (1969), pp. 149-153.

9 Juan Pablo II, Exhort. Ap. postsinodal Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 16/2.

10 Cfr. ibid., especialmente n. 30. «Precisamente la santidad es uno de los puntos principales -mejor, el primero- del programa che he trazado para el comienzo del nuevo milenio» (Juan Pablo II, Homilía durante la concelebración eucarística del 2-II-2001: «L’Osservatore Romano», 4-II-2001, p. 7).

11 «Ad novum populum Dei cuncti vocantur homines. […] Ad hanc catholicam Populi Dei unitatem, quae pacem universalem praesignat et promovet, omnes vocantur homines» (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 13/1 y 4).

12 Cfr. F. Ocáriz, Vocazione alla santità in Cristo e nella Chiesa, en «Santità e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá», Editrice Vaticana 1994, pp. 31-36.

13 Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 9/1.

14 El primer intento de síntesis de la doctrina sobre la communio desde una perspectiva jurídico-canónica es el de O. Saier, “Communio” in der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils, München 1973. Cfr. también A. Marzoa, Comunión y Derecho. Significación e implicaciones de ambos conceptos, ed. Navarra Gráfica, Pamplona 1999.

15 «Unus est ergo Populus Dei electus: … communis dignitas membrorum ex eorum in Christo regeneratione, communis filiorum gratia, communis ad perfectionem vocatio… Si igitur in Ecclesia non omnes eadem via incedunt, omnes tamen ad sanctitatem vocantur» (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 32/2 y 3). «In variis vitae generibus et officiis una sanctitas excolitur ab omnibus» (Ibid., n. 41/1; cfr. nn. 39/1, 40/2, etc.).

16 S. Josemaría Escrivá, Cristo presente en los cristianos, en «Es Cristo que pasa», n. 106.

17 «Ad hoc nata est Ecclesia ut regnum Christi ubique terrarum dilatando ad gloriam Dei Patris, omnes homines salutaris redemptionis participes efficiat, et per eos mundus universus re vera ad Christum ordinetur. Omnis navitas Corporis Christi hunc in finem directa apostolatus dicitur quem Ecclesia per omnia sua membra, variis quidem modis, exercet; vocatio enim cristiana, natura sua, vocatio quoque est ad apostolatum. […] Membrum quod ad augmentum corporis secundum suam mensuram non cooperatur, nec Ecclesiae nec sibi prodesse dicendum sit» (Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 2/1). A lo largo de la exposición, tomo la palabra “apostolado” en el sentido descrito por este texto conciliar.

18 Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 30/1.

19 Cfr. Ae. Forcellini, Totius Latinitatis Lexicon, T. II, Prato 1861, p. 475. Las palabras han de entenderse en el sentido preciso que tienen en el idioma en el que está redactado el texto oficial. Además, un correcto criterio hermenéutico exige que se parta de la substancia y de ahí se llegue a la letra; no al revés (cfr. J. L. Gutiérrez, Alcune questioni sull’interpretazione della legge, en «Apollinaris» 60 [1987], pp. 507-525; Id., La interpretación literal de la ley, en «Ius Canonicum» 35 [1995], pp. 529-560; C. Redaelli, Il metodo esegetico applicato al Codice di Diritto Canonico del 1917 e a quello del 1983, en «Periodica» 86 [1997], pp. 57-100).

20 Cfr. J. L. Gutiérrez, El laico y el celibato apostólico, en «Ius Canonicum» 26 (1986), pp. 209-240.

21 Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40/2. Cfr. el cap. V de la Lumen gentium titulado «La llamada universal a la santidad». Se alargaría excesivamente esta nota con la referencia a los lugares en los que el Concilio proclama esta llamada y detalla cómo se hace realidad en los distintos estados y condiciones de vida.

22 Al final de los años cuarenta del siglo pasado, unas frases escritas incidentalmente por Francesco Carnelutti, en las que negaba la juridicidad del derecho canónico por faltarle la nota de la intersubjetividad, dieron lugar a una polémica que, si bien en sí misma aportó muy poco, tuvo sin embargo la ventaja de llamar la atención acerca del tema debatido, que más tarde ha sido objeto de estudios correctamente enfocados desde distintas perspectivas. Cfr. A. de la Hera, Introducción a la ciencia del Derecho Canónico, ed. Tecnos, Madrid 1967, pp. 155-156.

23 Cfr. R. Sohm, Kirchenrecht, 2ª ed., Duncker und Humblot, Berlín 1923 (reed. 1970); las frases citadas se encuentran en el vol. I, pp. 1-2. En 1953, Kl. Mörsdorf escribió: «… hat der Kirchenrechtswissenschaft eine Stachel eingepflanzt, der sie nicht zur Ruhe kommen laßt. Es ist die Frage der Grundlegung des Rechtes der Kirche» (Altkanonisches “Sakramentenrecht“? Eine Auseinandersetzung mit den Anschauungen Rudolf Sohms über die inneren Grundlagen des Decretum Gratiani, en «Studia Gratiana», vol. I, Bologna 1953, pp. 488-489). Esta idea aparece como telón de fondo prácticamente en toda la amplia producción científica de Mörsdorf y de sus discípulos, especialmente de E. Corecco y de A. Rouco Varela. Cfr. A Cattaneo, Questioni fondamentali della canonistica di Klaus Mörsdorf, Eunsa, Pamplona 1986, pp. 43-76; C. Redaelli, Il concetto di diritto della Chiesa nella riflessione tra Concilio e Codice, ed. Glossa, Milano 1991; P. O’Callaghan, Il principio della “salus animarum” nelle altre confessioni cristiane, en «Ius Ecclesiae» 12 (2000), pp. 437-463.

24 Cfr. J. Hervada, Las raíces sacramentales del Derecho Canónico, en «Estudios de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico en homenaje al profesor Maldonado», Madrid 1983, pp. 245-269; Id., Pensamientos de un canonista en la hora presente, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1989; Id., Coloquios propedéuticos de Derecho Canónico, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1990; Id., La “lex naturae” e la “lex gratiae” nella base dell’ordinamento giuridico della Chiesa, en «Ius Ecclesiae» 3 (1991), pp. 49-66.

25 Cfr. 1 Cor 12, 11; Ef 4, 7.

26 «Illi plene Ecclesiae societati incorporantur, qui Spiritum Christi habentes, integram eius ordinationem omniaque media salutis in ea instituta accipiunt, et in eiusdem compage visibili cum Christo, eam per Summum Pontificem atque Episcopos regente, iunguntur, vinculis nempe professionis fidei, sacramentorum et ecclesiastici regiminis ac communionis» (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 14/2).

27 «Los Pastores tienen el deber de actuar en conformidad con su misión apostólica, exigiendo que se respete siempre el derecho de los fieles de recibir la doctrina católica en toda su pureza e integridad» (Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 113).

28 Cfr. C. J. Errázuriz M., Il “munus docendi Ecclesiae”: diritti e doveri dei fedeli, ed. Giuffrè, Milano 1991.

29 Se debe a Javier Hervada haber evidenciado este aspecto: cfr. Las raíces sacramentales del Derecho Canónico, cit. (nota 24).

30 Cfr. supra, n. 1.3.

31 «Sacerdotium autem commune fidelium et sacerdotium ministeriale seu hierarchicum, licet essentia et non gradu tantum differant, ad invicem tamen ordinantur» (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 10/2).

32 Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 21/1-2 y 27/1. Vid. G. Philips, L’Église et son mystère au IIe Concile du Vatican, T. I, ed. Desclée, Paris 1967, pp. 248-251 e 349-354. Sobre el carácter falible de actos concretos en el gobierno de la Iglesia, son interesantes las reflexiones de Ch. Journet, Il carattere teandrico della Chiesa, en G. Baraúna (dir.), «La Chiesa del Vaticano II», ed. Vallecchi, Firenze 1965, pp. 359-360.

33 Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 27/1.

34 Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 23/2; CIC, can. 392; CCCO, can. 201.

35 J. Herranz, De principio legalitatis in exercitio potestatis ecclesiasticae, en «Acta conventus internationalis canonistarum Romae diebus 20-25 mai 1968 celebrati», Tip. Vaticana 1970, p. 224. También en «Studi sulla nuova legislazione della Chiesa», ed. Giuffrè, Milano 1990, p. 120 (la cursiva es mía).

36 Cfr. V. Gómez-Iglesias, Acerca de la autoridad como servicio en la Iglesia, en «Ius in vita et in missione Ecclesiae. Actas del Simposio celebrado del 19 al 24 de abril de 1993», ed Vaticana 1994, pp. 193-217.

37 «Ministri enim, qui sacra potestate pollent, fratribus suis inserviunt, ut omnes qui de Populo Dei sunt, ideoque vera dignitate christiana gaudent, ad eumdem finem libere et ordinatim conspirantes, ad salutem perveniant» (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 18/1).

38 Cfr. J. Hervada, Magisterio social de la Iglesia y libertad del fiel en materias temporales, en «Studi in memoria di Mario Condorelli», ed. Giuffrè, Milano 1988, vol. I/II, pp. 793-825.

39 «Populus ille messianicus habet pro capite Christum… Habet pro conditione dignitatem libertatemque filiorum Dei» (Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 9/2). «La libertad del hombre y la ley de Dios se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que ha recibido una vocación a la libertad» (Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 17; cfr. nn. 32 y 35-53).

40 S. Josemaría Escrivá, Vivir cara a Dios y cara a los hombres, en «Amigos de Dios», nn. 172-173.

41 Juan Pablo II, Carta Ap. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 31.

42 Sobre el maximalismo (o el minimalismo) del ordenamiento canónico, cfr. las reflexiones de J. Hervada, El ordenamiento canónico. I, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1966, pp. 277-281.

43 Al principio tradicional de que la salus animarum es la suprema lex se hace referencia, de manera quizá postiza, en el último canon del CIC (can. 1752).

44 Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, Cap. II. En la teoría general del ordenamiento canónico, la igualdad de todos los miembros de la Iglesia y su desigualdad por razón de las distintas misiones eclesiales fue formulada por J. Hervada, Fin y características del ordenamiento canónico, en «Ius Canonicum» 2 (1962), pp. 100-102. Cfr. P. Lombardía, El estatuto personal en el ordenamiento canónico, en «Aspectos del Derecho administrativo canónico», ed. Universidad de Salamanca, Salamanca 1964, pp. 51-66; Id., Los laicos en el Derecho de la Iglesia, en «Ius Canonicum» 6 (1966), pp. 339-374. La primera elaboración de un proyecto de estatuto personal del fiel (y de su correspondiente del laico) fue presentada por Álvaro del Portillo a la Pontificia Commissio Codici Iuris Canonici Recognoscendo en un dictamen de octubre de 1966 que, según la petición de parecer que había recibido, tenía como titulo Introducenda in iure canonico de laicorum notione deque eorum iuribus et officiis in Ecclesia, publicado tres años después: A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1969. Cfr. también P. J. Viladrich, Teoría de los derechos fundamentales del fiel. Presupuestos críticos, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1969.

45 CIC, cán. 208-223; para una visión general cfr. los comentarios de J. Fornés al título y al can. 208 y de D. Cenalmor a los cán. 209-223 en A. Marzoa – J. Miras – R. Rodríguez Ocaña (coord.), «Comentario exegético al Código de Derecho Canónico», ed. Universidad de Navarra, Vol. II, Pamplona 1996, respectivamente pp. 53-63 y 64-161. Véase también CCEO, título De christifidelibus eorumque omnium iuribus et obligationibus (cán. 7-26). Me limito aquí a recordar el largo itinerario de elaboración de un proyecto de Lex Fundamentalis para toda la Iglesia, en el que se incluían estos cánones, que quedó en suspenso sine die con la promulgación del CIC. Cfr. D. Cenalmor, La ley fundamental de la Iglesia. Historia y análisis de un proyecto legislativo, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1991.

46 Cfr. CIC, cán. 208-211.

47 «Ius est christifidelibus ut ex spiritualibus Ecclesiae bonis, praesertim ex verbo Dei et sacramentis, adiumenta a sacris Pastoribus accipiant» (CIC, can. 213). La Const. dogm. Lumen gentium, fuente casi textual de este canon, declara: «Laici, sicut omnes christifideles, ius habent ex spiritualibus Ecclesiae bonis, verbi Dei praesertim et sacramentorum adiumenta a sacris Pastoribus abundanter recipiendi» (n. 37/1). Notamos que en el canon 213 falta el adverbio abundanter, aunque su inclusión había sido solicitada por algunos autores. El CIC 17 formulaba este derecho en términos mucho más restrictivos: «Laici ius habent recipiendi a clero, ad normam ecclesiasticae disciplinae, spiritualia bona et potissimum adiumenta ad salutem necesaria» (can. 682).

48 Cfr. CIC, can. 747 § 1.

49 «Etenim discipulus erga Christum Magistrum gravi adstringitur officio, veritatem ab eo receptam plenius in dies cognoscendi, annuntiandi fideliter, strenueque defendendi, exclusis mediis spiritui evangelico contrariis» (Conc. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, n. 14/4). Este deber para con Cristo constituye a veces una obligación jurídicamente exigible. Así, por ej., el can. 913 § 1 del CIC determina el conocimiento mínimo indispensable para poder recibir la santísima Eucaristía.

50 Los Obispos, «In exercendo suo munere docendi, […] integrum Christi mysterium ipsis [hominibus] proponant, illas nempe veritates quarum ignorantia Christi ignorantia est, itemque viam quae divinitus revelata est ad glorificationem Dei atque eo ipso ad beatitudinem aeternam consequendam» (Conc. Vat. II, Decr. Christus Dominus, n. 12/1).

51 «Sacerdotalis vero praedicatio, in hodiernis adiunctis haud raro perdifficilis, ut auditorum mentes aptius moveat, verbum Dei non modo generali et abstracto tantum exponere debet, sed concretis applicando vitae circumstantiis veritatem Evengelii perennem» (Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4/1; cfr. Decr. Apostolicam actuositatem, n. 4).

52 CIC, can. 867 § 1.

53 Cfr. Juan Pablo II, Motu pr. Misericordia Dei, 7-II-2002: AAS 94 (2002), pp. 452-459.

54 Juan Pablo II, Discurso del 21-X-1993 a la asamblea plenaria del PCSMIC: «Insegnamenti» XVI/2 (1993), p. 1076. Cfr. A. del Portillo, Dinamicità e funzionalità delle strutture pastorali, en «La collegialità episcopale per il futuro della Chiesa», ed. Vallecchi, Firenze 1969, pp. 161-177.

55 Para un planteamiento de sus temas respectivos centrado en las necesidades pastorales concretas, cfr., por ejemplo, A. Viana, Territorialidad y personalidad en la organización eclesiástica. El caso de los Ordinariatos militares, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1992, pp. 17-64; E. Baura, Gli ordinariati militari nella prospettiva della “communio ecclesiarum”, en «Fidelium Iura» 6 (1996), pp. 337-365; G. Dalla Torre, La Prelatura personale e la pastorale ecclesiale nell’ora presente, en «Ius Ecclesiae» 14 (2002), pp. 93-109.

56 Cfr. Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 10/2; Decr. Ad gentes, n. 20/7 (con la nota 4) y n. 27/2 (con la nota 28); Decr. Christus Dominus, nn. 42-43.

57 Cfr. J. Sanchis, La pastorale dovuta ai migranti e agli itineranti. (Aspetti giuridici fondamentali), en «Fidelium iura» 3 (1993), pp. 451-494.

58 Cfr. M. Delgado, El domicilio canónico, Tesis doctoral en la Facultd de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma 1996.

59 Cfr. J. L. Gutiérrez, Las dimensiones particulares de la Iglesia, en AA.VV. «Iglesia universal e Iglesias particulares. Actas del IX Simposio Internacional de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra», Pamplona 1989, pp. 251-272.

60 Cfr. C. J. Errázuriz M., La distinzione tra l’ambito della Chiesa in quanto tale e l’ambito associativo e le sue conseguenze sulla territorialità o personalità dei soggetti ecclesiali transpersonali, en «Ius Ecclesiae» 14 (2002), pp. 81-91.

61 Cfr. J. Miras, Organización territorial y personal: fundamento da la coordinación de los Pastores, en J. Canosa (coord.), «I principi per la revisione del Codice di Diritto Canonico. La ricezione giuridica del Concilio Vaticano II», ed. Giuffrè, Milano 2000, pp. 625-666.

62 Para este estudio, constituye un marco apropiado la doctrina expuesta por la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Carta Communionis notio, 28-V-1992: AAS 85 (1993), pp. 838-850.

63 P. lombardía, Norma y ordenamiento jurídico en el momento actual de la vida de la Iglesia, en «La norma en el Derecho canónico. Actas del III Congreso Internacional de Derecho Canónico», ed. Universidad de Navarra, vol. II, Pamplona 1979, pp. 851 y 858-859.