CONCILIO VATICANO II, DECRETO PRESBYTERORUM ORDINIS, 7-XII-1965, AAS 58 (1966) 991-1024 [1007-1008]
10. El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación «hasta los extremos de la tierra» (Act., 1, 8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles. Pues el sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de edad, como ya se significa de una manera misteriosa en la figura de Melquisedec[59]. Piensen, por tanto, los presbíteros que deben llevar en el corazón la solicitud de todas las iglesias. Por lo cual, los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero.
Revísense además las normas sobre la incardinación y excardinación, de forma que, permaneciendo firme esta antigua disposición, respondan mejor a las necesidades pastorales del tiempo. Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pues, pueden establecerse útilmente algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras providencias por el estilo, en las que puedan entrar o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar.
Sin embargo, en cuanto sea posible, no se envíen aislados los presbíteros a una región nueva, sobre todo si aún no conocen bien la lengua y las costumbres, sino de dos en dos, o de tres en tres, a la manera de los discípulos de Cristo[60], para que se ayuden mutuamente. Es necesario también prestar un cuidado exquisito a su vida espiritual y a su salud de la mente y del cuerpo; y en cuanto sea posible, prepárense para ellos lugares y condiciones de trabajo conformes con la idiosincrasia de cada uno. Es también muy conveniente que todos los que se dirigen a una nueva nación procuren conocer cabalmente, no sólo la lengua de aquel lugar, sino también la índole psicológica y social característica de aquel pueblo al que quieren servir humildemente, uniéndose con él cuanto mejor puedan, de forma que imiten el ejemplo del apóstol Pablo, que pudo decir de sí mismo: «Pues siendo del todo libre, me hice siervo de todos, para ganarlos a todos. Y me hago judío con los judíos, para ganar a los judíos» (1 Cor., 9, 19-20).
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[59] Cf. Hb., 7, 3.
[60] Cf. Lc., 10, 1